Por la noche, en el verano, a partir de las
doce pueden regarse los tiestos.
Se supone que a las doce –y se supone mal– nadie pasará ya bajo los
balcones enmacetados de Madrid; pero si pasa, y ese abrupto en riego helado
cae sobre su cabeza, ni tiene derecho a quejarse, ni vale la pena, porque
el agua, aun así, es bienvenida en pleno agosto.
Las flores, “por su parte”, es indecible lo que gozan con ese riego
nocturno, cuya frescura se perpetúa, sobre todo en los balcones de Luis,
que miran al Poniente, hasta bien entrada la mañana.
El otro día, a las doce, sobre el pétalo aterciopelado de una rosa, como
sobre la tela de un estuche, radiaba aún una gruesa gota de agua. Había
pasado allí buena parte de la noche, fresca por excepción, dejándose
penetrar por la luna.
Un viento suave la balanceaba en su hamaca olorosa de seda.
Pero avanzaba la mañana. El dios trasponía ya el meridiano, y una saeta de
oro del arquero divino hirió en pleno corazón a la gota, tocándola en
chispa maravillosa.
Luis, que de antaño comprende el lenguaje del agua, como el sultán Mahmoud
comprendía a los pájaros, oyó quejarse a la gota, la cual decía entre
suaves quejumbres:
–Tengo miedo, ¡ay!, tengo miedo. Siento que empiezo a evaporarme... ¡Oh
sol, no me beses, por Dios! Tus besos hacen un espantoso daño. Me penetran
toda, me abrasan, me disgregan... Yo no quiero deshacerme, no quiero
volatilizarme... ¡No quiero perder mi individualidad!... ¿Entiendes, oh
sol? No quiero perder mi individualidad.
«Yo reflejo a mi modo la naturaleza. Soy un pequeño ojo cristalino, muy
abierto, que la ve, que la admira desde este nido de terciopelo, desde esta
cuna suave y bienoliente. Llevo ya muchas horas divinas de vida harmoniosa.
Durante buena parte de la noche he reflejado la luna. He sido, ya una
perla, un zafiro místico, ya una turquesa celeste. Después, la bóveda se ha
pintado de un amarillo suave, y yo me he vuelto topacio. A poco el cielo se
tiñó de rosa, y he sido rubí. Ahora soy diamante. Y cuando las hojas del
rosal se miran en mi espejo para contemplar su traje nuevo, recién cortado
en punta, me convierto en esmeralda.
»No me beses, ¡oh sol! No sabes besar: haces mucho daño. No eres como la
luna. Ella sí que sabía besar blandamente: al fin, mujer. Tú te pareces a
un hombre sanguíneo, tosco y premioso.
»¡Ay!, siento que me deshago, que me desvanezco, que me pierdo...
»Sí, comprendo que eso de la transparencia absoluta es una cosa muy buena;
que ser parte de la atmósfera húmeda es cosa muy conveniente; que flotar,
volar, es cosa muy apetecible. Comprendo también que un poco de frío puede
condensar mi humedad, y entonces ser yo parte mínima de una nube de esas
que he visto pasar por la mañana y que parecen cuentos y milagros... Todo
eso, sin duda, es bueno. Pero yo dejaría de ser gota, de ser gotita diáfana
y temblorosa que soy: esta gotita acurrucada en el pétalo de una rosa, ¡y
no quiero perder mi individualidad!
»¡Ay! ¡Ay!, que daño me haces..., ¡oh sol! Ya no me beses, ya no me
be...ses. Yo soy u...na gotita... de agua..., una lu...mi...no...sa
go...tita de agua... sobre un rosa..., sobre una ro...»
Estas fueron las últimas palabras de la gotita trémula que brillaba sobre
el pétalo de una rosa en el balcón de Luis.
El sol, brutal y sordo como la muerte, había hecho su obra…
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